El techo oscuro de la 363 se me viene encima
A veces siento que el techo oscuro de mi cueva se me viene encima como un cielo cargado de nubes de invierno. Hace frío aquí y yo debo mantenerme en movimiento. Además, quiero saber cómo viven los otros en este lado del Mundo. Yo, por lo pronto, habito en el garage ilegalmente adaptado de la casa 363 que a su vez alberga a doce personas, cinco en el piso superior, seis en el inferior y a mí, en lo que he bautizado, del lado B. Somos muchos, somos miles, millones. Y yo estoy harta de todos a pesar de mantenerme distante.
Así que me voy. Me alejo por días, por semanas de cuando en vez para cambiar de aire. Voy a cuidar mascotas cuyos dueños se han ausentado. Son casas guapas, a veces regias las que cuido. A la final, se asemejan mucho a las de estrato medio alto de Latinoamérica pero con mejor calefacción y menos baños.
Mi garage es la periferia.
Llego a esta casa prestada donde la luz que entra por los ventanales de cada piso se regala intensa. Los dueños se fueron a Bali. Él, un piloto jubilado, ella, una profesora, según me cuenta una taza en la cocina. Pienso en que quisiera un lugar así y de pronto me acuerdo de que la inflación está por las nubes, de que acá un limón cuesta un ojo y la carne cuesta el otro. Casi siempre ando un poco bizca. Bizca, carajo.
A veces la ansiedad por el futuro me ahoga. Se mete en mi pecho ardiente y sube en forma de fuego hasta la garganta. Yo intento que baje el nudo comiendo fruta o bocados dulces. Lo que he conseguido es subir de peso, no apagar el ardor ni dormir mejor. Entonces, tomo mi bici y ando como loca por las calles, me voy a ver agua corriente, el mar, un río, o a mis amigos árboles que acá son regios. A veces siento que no soy lo suficiente para sobrevivir en este lado del mundo. No soy tan joven, no soy tan pilas, no hablo tan bien el idioma, mi acento me delata. No soy tan buena con la gente, de hecho en ocasiones soy malísima. Odio las ventas, me caen pésimo algunos clientes y no puedo trabajar alrededor de la comida por eso de bajar el nudo y subir de peso.
Hoy viajo con personas de los extramuros en un bus de locos. Cruzo las calles en esta Stultifera Navis[1], entre estas largas cuadras sin dueño ni esperanza; donde el dolor abunda y una sonrisa es un sol. A ellos les importa un carajo que a mí se me salgan los ojos o se me llenen de lágrimas. Hay una chica muy linda doblada en una forma imposible hablando con Dios. Parecería que él la escucha y le cuenta algo gracioso, porque ella calla de rato en rato y luego empieza a reír. Está muy pálida y tiene pocos dientes. Yo la imagino de niña, me pregunto si la cuidaron, si la adoraron, si estuvo limpiecita y bien nutrida, si alguna vez tuvo amigos a quienes sí podía abrazar.
Ellos son los extramuros.
Regreso, aterrizo en esta casa temporal y juego a que es mía. Invito a mi amigo escritor a tomar un café, Una vez que nos acomodamos y ubicamos el lugar de los enseres, esta casa es nuestra. Se queda a ver los Óscares. Hacemos pizza y tomamos vino. Luego se queda por días. Paseamos juntos a nuestras mascotas, somos una familia y nos acomodamos bien. Él cocina, yo cargo la lavadora de platos y aspiro el pelo imposible e infinito de los canes que se adhiere a toda superficie. Los artefactos comparten una lógica en común, como si ellos eligiesen sus propios lugares. Al final, casi todas las casas se acaban asemejando.
Mi cueva es diferente. Tiene objetos en sitios absurdos, globos en la sala, un lavabo a la entrada, cuadros que cuelgan de las cortinas, pashminas[2] en el techo, cobijas eléctricas en la sala y en el dormitorio, herramientas en la cocina y un pez volador. Acá las cosas se ajustan donde les da la gana. Sí, mi garage es un universo único. Y me encanta.
Yo quiero un compañero que habite entre mis muros.
El escritor termina de cocinar y me alimenta en la boca. Me da un pedazo de mango, de pera, de pimiento. Me dice que está listo, que me siente. Se ubica muy cerca y entre cada trozo que me brinda me acaricia los labios. Yo muerdo apenas sus dedos. Así comemos divertidos, deliciosos. Con su lengua gira la fruta en mi boca, desmenuzamos el mismo bocado, tragamos agitados para seguir respirando. Recibimos otra porción y respiramos más fuerte cada vez hasta que nos ahogamos. Entonces vienen los perros revueltos a por un mordizco; ladran exitados por la revuelta, ladran alto, cada vez más fuerte y más agudo. Lloran y los vecinos que son unos quejumbrosos de sus aullidos descontrolados, desordenados, desenfrenados nos obligan a parar. Salimos todos a tomar aire.
Dos días después se fue el escritor y la casa buenamoza quedó solita por un momento, calladita. Después se sacudió la ausencia y luego, pasado el temblor, se acomodó. La chimenea caliente, el horno prendido. Los perros descansando, y yo, aquí, escribo.
Pasan los días, deseo volver a mi garage. Ansío mi libertad, cuidar sólo de mí. Añoro mi cueva oscura, el pez volador, el aire cerrado y quieto que inquieta mis ideas. Quiero el videt improvisado desbordantemente lleno, los ojos de las ratas que miran golosas desde el jardín hacia mi puerta convidante y entreabierta, quiero el olor pujante e insoportable a curry y a comino que emana de la cocina comunal. ¿Cómo se puede extrañar lo que tanto te disgusta?
Yo, soy la periferia.
Regreso, el lado A de la casa está repleto y sucio, como siempre. Los inquilinos hablan en lenguas extrañas y huelen a especies fornidas. Alguien está robando comida, me cuentan. Se quejan, hablan del queso, de los huevos, de la fruta faltante. Que como puede ser, si estamos en Canadá y acá hay bancos de comida. Yo empatizo, qué tremendo, digo.
Presente en la 363 pienso en cada ser que habita aquí y concluyo en que, a fin de cuentas, todos somos extremos. ¿A qué huelo yo? ¿Emito sonidos? Periféricos todos. Y quién se crea libre de pecado que lance la primera piedra.
[1] “La Nave de los necios”, según el poema satírico del siglo XV de Sebastian Brant, que describe a una tripulación de locos, ridículos y tontos navegando en altamar.
[2] Chales de la India.