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De cómo entreno para ser ambidiestra

Trabajo en un restaurante libanés que abrió sus puertas 30 años atrás. Auténtico lugar, creado por un chef oriundo que migró con su mujer, también libia, en la década de los 90s. Con amor  y entrega, él reprodujo recetas clásicas y creó otras, atrayendo una enorme clientela canadiense que persiste fiel hasta hoy. Los avatares del tiempo, y los de la economía han reducido apenas el tamaño de los platos, pero aún conservan su sabor, por lo que me cuentan los clientes cada día.

 

El Chef sufrió un colapso hace 5 años, lo que lo ha mantenido alejado de la cocina y del restaurante que ahora es manejado por sus 5 herederos. Después de la prematura muerte de la madre, los hermanos ocupan, cada uno, un puesto estratégico en el Imperio. Su táctica es contratar a meseras guapas y a meseros bien puestos de los lugares más diversos del mundo. Esto gusta y distrae la atención sobre el desgaste físico del lugar y que por falta de cuidado o de tiempo no ha recibido mantenimiento. Es una buena estrategia, está casi siempre lleno y al final del día, la rica sazón triunfa sobre el avistamiento de un ratón, los cuadros chuecos o de las manchas sobre el tapiz de las viejas sillas.

 

F. queda en una zona muy concurrida de la ciudad, el área gay por antonomasia de Toronto que acoge también a una gran población en en situación de calle.  Yo trabajo el turno de la noche, así que presencio el contraste entre una vibrante vida nocturna y el dolor de la gente sin casa. La movida y la aflicción; la fiesta constante y un calvario que suena y huele a diario. Hay también un importante hospital a dos cuadras de F. desde donde algunos internos se escapan para terminar en el restaurante comiendo un soberano plato, rompiendo su dieta y coronando la fuga con una fumada. Así conocí a dos buenos recurrentes, Jon (sin h) y Gery (con G).

 

Llegaron una tarde, ambos en silla de ruedas. Yo los acomodé retirando las sillas y abriendo el espacio para que disfruten cómodos su festín. Con un apetito un tanto amortiguado por los calmantes, me fueron contando su historia. Jon sufrió un accidente laboral en la construcción donde trabaja. Cayó desde gran altura y se rompió la columna. Le dijeron que no volvería a caminar. Gery fue admitido después de un ataque al corazón. Le robaron el celular mientras le realizaban un eco; fumó con gusto y comió con furia esa noche en que lo conocí.

 

Una tarde, Gery vino a despedirse, su operación estaba próxima. Me lo contó entre pitada y pitada de un cigarrillo tembloroso. Juró volver si sobrevivía. Estando su familia lejos de Toronto, me convertí en una de sus únicas allegadas. Le tomé el número celular con la promesa de llamar después de tres días para ir a su funeral o a celebrar la extensión de su vida. Llamé uno, dos, tres días seguidos después de la fecha y mi llamada continuaba yendo a un buzón lleno. Pensé que había muerto hasta que un día me dejó un mensaje donde se disculpaba por su no haber contestado, porque increíblemente, le habían robado el celular otra vez. Sentí la sincera alegría que llega después de un alivio profundo. Es curioso como algunos extraños se convierten, sin querer y sin cálculo alguno, en entrañables conocidos.

 

De Jon no supe nada por unas semanas hasta que un día entró al restaurante caminando. Me contó que su caso era un milagro. Se sentía doblemente afortunado, no solo por recuperar su movilidad, sino por ser candidato a una jubilación temprana. Y, ¿quién no quiere jubilarse antes de tiempo y dejar de partirse la espalda, literalmente, en su campo laboral; las manos por el material (o el cloro), la frente por el sol, los pies por las pesadas botas (o por los tacones)? O la vida misma por el estrés del dinero, la constante tortura de la supervivencia en las grandes metrópolis.

 

En primavera, cuando llegué a F., tenía semanas sin dormir bien pues había acumulado un estrés tremendo. Me pasaba los días llenando aplicaciones a trabajos que no conseguía.  Jamás fui tan rechazada en mi vida. Empecé por buscar vacantes en mi carrera y con mis varias destrezas estaba segura que se me abriría alguna puerta, pero pasaron dos meses y aún bajando mis expectativas no conseguía nada. Empecé a bajarlas más.

 

Luego escuché que estaban buscando una “hostess” en el restaurante Fadi’s. Averigué qué debía hacer: "saludar cortésmente a los clientes y acomodarlos en sus puestos, facilitar el menú; limpiar y vestir las mesas para recibir a los nuevos huéspedes y ya", así me dijeron. Me pareció perfecto, no tenía que ser una genia para trabajar de hostess, no necesitaba años de experiencia, ni un PHD.

Fui un día acabado el invierno, vestía mis mejores galas. Después de una corta entrevista con uno de los herederos, me dijo que empezaba en un par de días. A pesar ser un trabajo a medio tiempo, acepté sin dudarlo. Me pagarían el básico, pero estaba bien, mágicamente bien. Seguiré aplicando a algún otro puesto que me dé las horas (2080 a nivel gerencial) para imputar a la Residencia Permanente.

 

Jon viene a cenar todas las semanas. Llega atontado y con un hambre tremenda a devorar el cordero. Me dice que quiere irse lejos, al campo, a vivir con su hermana en la finca donde también trabajaría. Y aunque es joven aún, está listo para su jubilación. Me contó una historia fantástica acerca de Gery. Dice que ha ganado el juicio que mantuvo por años con su ex mujer, quien le había quitado todo y, pues que lo ha ganado. Entusiasmado me cuenta que ha recuperado toda su fortuna (que no era poca) y con intereses. Que ahora se debate entre viajar el mundo por tierra o adquirir un barco e dar el giro por mar. No sé si creerle, veremos lo que me dice el viernes próximo, cuando la historia se vaya develando junto a un vaso de cerveza helada en el bar de la esquina.

 

Voy seis meses trabajando en F. y aún me parece un regalo divino. Para ejercitar el cerebro, uso mi mano izquierda para completar las labores cotidianas, así permanece joven. Sigo llenando vacantes, escribo y hago arte. Tengo algunos trabajos por contrato que eventualmente me darán la Residencia Permanente. Ser artista independiente es difícil aquí y en todo lado (debe ser peor en la China).  Debo vestirme bien hoy y abrigarme un poco. Ha empezado el Otoño.

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