Desde Rusia con amor
Atascarse en el tráfico no siempre es algo desesperante si consigues mirar hacia arriba. El cielo invernal era una mezcla de celeste con gris. O sea, todos los tonos de celeste más todos los tonos de gris es lo que vi ahí en completa armonía, sin remiendos, ni fronteras. La naturaleza no es radical. Incluye las posibilidades. La naturaleza no es idiota, ni tiene propósitos morales.
También estaban los altos edificios de cuyas terrazas salían enormes cantidades de humo que se iban de la mano del viento. Y abundantes construcciones con sus grúas que a veces le dan a Toronto un aspecto post apocalíptico de esos en los que las máquinas han ganado esa guerra que adoran los cineastas. Por ahí un letrero proclamando el alquiler de un espacio (seguramente a un valor exorbitante) compartía espacio en la vista con un avión cruzando el cielo en dirección noreste.
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Me llevó meses aprender a orientarme usando los puntos cardinales. Siempre había encontrado otras formas de encontrar mis caminos. El avión se desvaneció en la distancia, pero el humo de las terrazas seguía ahí hasta que escapé por una transversal y al rato mi teléfono emitió una notificación.
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Resulta irónico que estuviera escuchando a los Beatles cuando se subió a mi coche una pasajera llamada “Y”.
Esperé sin suerte algún comentario suyo sobre la canción que demoró en finalizar un par de minutos, pero nada. Algo parecido a “mis amigos siempre me hacen bromas sobre esto” o “definitivamente yo canto mucho mejor que ella”.
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Me frustré. Para mí, que voy sentado en esta nave que no despega con la consigna de romper el hielo y hablar con alguien más de esta ciudad, la situación parecía un regalo de la diosa de las probabilidades. Aguardé una conversación animada, como suelen ser las charlas de los japoneses o sus descendientes, que son amables, educados e interesantes. Pero no sucedió.
“Y” no abrió la boca sino para saludar, y para agradecer y despedirse. Sin embargo el vacío se llenó de pensamientos, pues por fortuna, el trayecto hacia su destino incluyó la calle Munro.
Escuché “Munro” en la aplicación, al rato leí “Munro” en el letrero azul de letras blancas, y recordé a un grupo de muchachos trabajadores en un banco que recogí en Front Street, frente a la Union Station. Uno de ellos se demoró un poco en llegar y ocupó el asiento del copiloto pues el grupo era numeroso.
Creo que se llamaba Mike. Salieron desde su trabajo hacia un club de golf a una hora y tanto hacia el norte. A todos se les notaba el entusiasmo de aprovechar el día lejos de ahí. El largo trayecto fue propicio para charlar con Mike. Hablamos de libros, me contó que su madre era argentina y que él había publicado una novela corta en Estados Unidos un par de años atrás. De fútbol no hablamos. Asumo que este viaje ocurrió antes del Mundial. Le mencioné al grandioso Yann Martell y él me recomendó leer a Alice Munro.
Dejé a “Y” y busqué a Alice Munro para leerla en mi celular. Algún día lo haré en papel, no faltaba más. Pero me ganó el deseo de no salirme de esa evocación. En segundos encontré un texto titulado The Bear Came Over the Mountain.
Los escritores, los buenos escritores, lanzan rayos desde el Olimpo pero nunca saben el lugar en donde empezará el fuego. Recién había iniciado el relato cuando leí la frase “The father was an important cardiologist, revered around the hospital but happily subservient at home...”, abrí la boca mirando hacia los lados sin tener con quién compartir mi sorpresa y pasé de seguir leyendo a Alice pues me sorprendí al descubrir de que me había olvidado de una pasajera maravillosa que tuve el privilegio de conducir algunas semanas antes de observar los grises y los celestes en el cielo.
La recogí en Queen, por ahí por Leslie. Su nombre empezaba con P y todavía le costaba moverse. Justificándose por sus lentos movimientos me explicó que le habían operado del corazón. La busqué en el retrovisor, y aunque la noche ya había llegado, pude notar su melena casi blanca de cabellos muy finos y quebradizos. Con una voz dulce y pausada me describió a su médico cardiólogo como un superdotado fuera de toda medida humana. “En el hospital le llaman dios”, me dijo tres veces.
—Y él me creyó cuando le dije porqué se me había roto el corazón— me contó como agregándole otra cualidad divina a su salvador.
—¿A qué te refieres con eso de saber por qué se te rompió el corazón?—le pregunté.
—La crueldad, he soportado muchos años de crueldad—me dijo.
Cerré el pico pues me di cuenta de que no estaba a la altura de la situación. Especialmente porque en inglés no soy tan elocuente ni consigo los niveles idiomáticos que en castellano si.
Seguí conduciendo atravesando esa venenosa oscuridad de las prematuras noches de enero. Hablamos del último otoño como quien habla de un viaje al mar.
—Te voy a leer un poema que escribí sobre mi misma en el hospital—dijo. Entonces sacó una libreta de su cartera, buscó por unos momentos entre las hojas, se aclaró la garganta y leyó frases profundas y cortas en las que se reconocía como un ser sensible, como una artista, como una flor incapaz de seguir floreciendo a causa de la crueldad.
—Me encantó que te reconozcas con todas esas cualidades, admiro a la gente que se quiere y que admite sus dones—le dije.
—No puedo evitar ser tan sensible—musitó.
—¿Lo vas a dejar?—le pregunté.
—Ya no tengo tiempo para rehacer mi vida—gimió.
Su celular sonó y el timbre era un tango.
Argentina me persigue, pensé.
—¿Te gusta el tango?, estoy sorprendido, siendo tú tan lejana a esas tierras.
—Muchísimo, desde niña. Mi madre nos hizo estudiar música a mis dos hermanos y a mí. Yo toco el piano, y conozco de memoria La Cumparsita y otros tangos más.
Creo que le mencioné al Polaco Goyeneche, pero ella siguió hablando sin oírme y le dejé llenarme el viaje con su voz de pétalos y otoño.
Llegamos a una calle de casas grandes refugiadas atrás de árboles más grandes pero desnudos. Tomó su cartera y escuché que movía billetes, me regaló uno de cincuenta. Le agradecí conmovido. Creo que hubo algo más que generosidad en ese acto, hubo un poco de amor por un desconocido acaso más frágil que ella.
—Acéptalos, mi padre vino de Rusia escapando de la persecución a los judíos y sabemos lo que es migrar y lo difícil que es empezar en un nuevo país—me dijo antes de desaerme mucha suerte y agradecerme por el viaje tranquilo.
Las sombras llenaban el lugar. Era de noche y, no se si por la costumbre traída de mi pasado, o por las pocas ganas que tenía de despedirme de ella, esperé a que entrara sana y salva.
Vuelvo a pensar que es muy extraño que no la haya tenido presente todo este tiempo. No suelo esconder en la bodega de mi cerebro experiencias y personas como P. Me siento un poco culpable y también triste porque con toda seguridad a ella nunca más la volveré a ver. Acaso por eso la “olvidé”, como una forma de auto protección, pues en esta vida de ahora, y a mi edad, ya no hay espacio para nuevas querencias.
Por otro lado también estoy pensando con cierta emoción que he empezado a hacer memorias en mi vida actual. Recuerdos independientes y conexiones que empiezan y acaban en Toronto.
No es mucho aún, pero ya alcanzan para un incipiente “nuevo pasado”.
Hasta la próxima