Feliz San Violentín
De observar a la bailarina vestida de negro en la esquina de Grange and McCaul, pasé a rescatar a una damisela en apuros. El sol seguía iluminando sin calentar y el GPS me llevó a la parte trasera del edificio en donde “Y” me esperaba impaciente. Me llamó al teléfono y me explicó que debía dar la vuelta a la manzana para encontrarla en el lugar preciso.
Los pasajeros rara vez me llaman para decirme en dónde están esperándome. He aprendido que lo hacen cuando no tienen el tiempo disponible hasta que yo descifre su ubicación exacta. En el aeropuerto las llamadas son más comunes, tal vez porque la gente no quiere esperar más para llegar a sus hogares.
Seguí las instrucciones de J hablando con el celular en altavoz. Al rato la encontré rodeada de grandes maletas en la puerta principal de un edificio de departamentos. Alta, carismática y triste. En la espalda ligeramente curvada parecía cargar el enorme peso de malas noticias.
—¿Me podrías ayudar con las maletas por favor?— alcancé a escucharla por la ventanilla del copiloto.
—Claro—le dije y bajé del carro.
Abrí la puerta trasera que nuevamente está sucia con esa forma de ceniza que deja la nieve. Cargué dos grandes maletas. Muy pesadas ambas, casi al borde de estallar. Luego una roja mediana y una mochila de lona. Ella cargaba un par de bolsas de tiendas caras.
—Muchas gracias—dijo ella al subirse.
—Llevas toda tu vida en esas maletas—le dije mientras la aplicación me señalaba el destino del viaje.
Se trataba de algún lugar en Mississagua. Sería un viaje de, al menos, cuarenta minutos. Lo primero que tendríamos que hacer era escapar de la ciudad hacia el impredecible Gardiner. (Hace algunos meses, para referirme al él, con solemnidad yo decía el Gardiner Expressway, pero un amigo canadiense me explicó que simplemente le llame Gardiner, y al Don Valley Parkway, DVP).
—Al verte con tantas maletas, supuse que iríamos al aeropuerto —le comenté.
—No, lo siento. Mi novio me corrió de la casa. Conseguí el lugar al que vamos en muy poco tiempo—dijo ella como evitando llorar.
—¿Hoy?
—Me lo dijo hace tres días—me contestó tratando de sonreír.
—Qué hijo de puta—le dije desde el fondo del corazón.
Hicimos un corto silencio que yo aproveché para concentrarme en tomar el carril correcto de Jarvis para agarrar la autopista en lugar de irme por Lakeshore. Todavía me ponen nervioso ciertas situaciones del tráfico.
—Si quieres puedo volver y romperle las rodillas. De joven fui sicario— bromeé.
Y soltó una risa.
—Creo que has tenido el peor San Valentín de la historia de la humanidad—le propuse.
—Si, creo que sí—dijo ella y volvió a reírse soltando todo el aire de sus pulmones con un suspiro.
El Gardiner no ofrecía mayor resistencia. Y la aplicación decía que quedaban 28 minutos de viaje.
—Vivimos juntos 6 meses— soltó ella sin más.
—¿Qué edad tienes?—le pregunté pues yo ya venía sospechando que era muy joven.
—Veinte años. Él tiene treinta y cinco. Es divorciado y tiene dos hijos que no viven con él.
—Te hizo un favor al sacarte de su casa. La de él no es una vida a la que una chica como tú debería acoplarse—le dije con toda honestidad.
—Mi amiga me dijo lo mismo.
—¿Hace cuánto estás aquí?—le pregunté.
—Llegué hace 2 años. Mi papá quería que estudiara medicina en Alemania para tener después mi propia clínica en India. Yo no quise, yo quería venir a Canadá. Entonces mi papá me dijo que tendría que hacerlo por mi cuenta, que él no me ayudaría. Me he mantenido sola y la próxima semana terminaré mis estudios para trabajar en bienes raíces. Ya tengo un empleo seguro.
—Creo que tu ex no podía tolerar que seas tan fuerte e independiente, ¿no?—sugerí admirado del valor de esa muchacha.
—Mi amiga me dijo lo mismo.
—¿Qué edad tiene tu amiga?—le pregunté divertido.
—Hace poco cumplió 21 años.
— Tengo el cerebro de una chica de 21—le contesté.
Y volvió a reír con una risa musical como la flauta de Krishna.
De pronto empezó una llamada por su celular hablando en su lengua natal. Conversó intensamente con alguien por unos 5 minutos.
Ya estábamos cerca. Esquivamos una calle en construcción. Toronto y sus alrededores permanecen en estado constructivo. A veces es muy difícil conducir con tantas vías cerradas todas ellas plantadas de esos conos de seguridad anaranjados con rayas negras que parecen el sombrero del Sombrerero de Alicia en el país de las maravillas.
—Era mi mamá. Le conté que rompí con mi novio. Le dije lo que pasó.
Tuve pocas ganas de enterarme de la opinión de la madre. Y empezó a mirar por la ventana como buscando un pájaro en el aire.
—No me gusta mi nuevo lugar. Tengo miedo a las alturas, me gusta estar cerca de la tierra. El departamento que conseguí está en el piso 32. Me aterra.
—Tampoco me gustan las alturas—le respondí—pero supongo que será un lugar provisional, ¿no?
—No lo se todavía. Una amiga dijo que vendría a vivir conmigo. Ojalá. Vivir sola es muy duro, me entristece.
Regresó la sombra que tenía en su mirada cuando la recogí. Sentí una brizna de ternura y lástima por esa jovencita que desde mi forma de ser estaba viviendo situaciones todavía inadecuadas para su edad. Llegamos a un enorme edificio. Le ayudé a colocar sus maletas en un carrito maletero y desapareció atrás de la doble puerta de cristal olvidándome para siempre en veinte segundos.
Salí hacia una calle secundaria. Las vías de Mississagua son muchísimo más relajadas que en Toronto. Busqué dónde estacionarme unos minutos para descansar y apagué la aplicación. Últimamente la energía no me sobra. Podría ser el famoso “winter blues”, quién sabe. Ponerle un nombre al problema, por más poético que suene, no soluciona la situación. La temperatura había bajado unos cuantos grados y la atención de mi mente se volvió a centrar en mi vida inmediata y en la espera de una nueva notificación. Hoy mi futuro es exiguo, es casi un presente permanente. Se presagia en los minutos que espero hasta que suene la aplicación, en los minutos anunciados para recoger al pasajero y en los minutos que aproximadamente durará ese viaje. No hay medianos ni largos plazos que se alimenten con la sensación de falsa certeza que tenía en mi vida pasada.
Algo que he comprendido es que cuando vine para Canadá renuncié a mi pasado. Y cuando renuncias a tu pasado, renuncias a tu futuro.
No me estoy quejando, aquí yo soy feliz. No hay una carga moral o negativa en el verbo “renunciar” del párrafo anterior. Y por futuro, me refiero a los muy posibles resultados que me deparaba la inercia de la vida que tuve desde que nací. Lo que dije fue solo una observación.
Cerré los ojos por un momento y pensé en que a veces los elegantes edificios del centro se dibujan en un cielo rojo y amarillo, y la imagen es bellísima, como los cuadros que pintaba el personaje de Christopher Walken en Stand Up Guys. Y a veces la niebla sin color es todo lo que puedes ver desde el mismo lugar mientras dura la luz roja. Esos son los cuadros que pinto yo.
Me consuelo con la certeza de que en ambos casos hay vida que burbujea como el estómago de un volcán, y relatos me piden a gritos encender la aplicación.
Hasta la próxima.