La Buleadora es buleada
La Bully de la casa está enfurecida. Sube a toda el volumen de su estéreo y en un desahogo frenético expresa su ira en notas de un hip hop rápido y agresivo. Durante la noche, alguien le ha robado los dátiles que trajo desde la India. El berrinche dura un par de canciones y luego de un portazo la casa regresa a su habitual silencio compartido entre sus doce inquilinos. Una pausa frágil, fragmentada, fútil.
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El ladrón de comida toma lo que se le antoja, un huevo por aquí, un plátano por allá; a veces exagera e inagura un yogurt recién comprado, el descarado. Nadie sabe quién es, solo hay conjeturas, algunas en común. Alguien en la residencia propone hacer una votación y elegirlo entre los doce. Es absurdo e ilegal, señalo, a pesar de que nadie vota por mí. “Yo no actúo en base a presunciones”, digo.
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Yo debería ser la principal sospechosa porque no me falta nada mientras mi refri ha sido saqueada. Además, soy impopular tanto fuera como dentro de casa. ¿Será que mi actitud fría y distante tiene al fin una consecuencia positiva?
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La Bully aprovecha para acosar a los más débiles. Señala a la mexicana y como segundo culpable, a uno de los solitarios de la propiedad, un joven bastante flaco que se mudó recién y del que se sabe muy poco (o nada). A la imputación, la mexicana responde negándola, lo que alimenta el afán buleador de intimidar, achacar y humillar. Y así lo hace en el chat, colmándolo de emoticones y memes referentes a las series de cárteles mexicanos. El flaco solitario, esquivo, nisiquiera responde. Acorralo a La Bully, propongo a los vecinos comprar una cámara y la mayoría de ellos apoyan la idea como la opción más fiable.
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Ahora que he dejado el garage y he regresado a mi habitación en el piso principal de la 363, los conflictos se hacen latentes. Las paredes son falsas, delgadas y no aislan el sonido. A mi cuarto llegan directo los ruidos de la cocina y por si esto no fuera poco, llega también el olor. Cuando recién me mudé, despertaba a las 2 de la madrugada por el hedor pujante a especies del infeliz vecino que, a hurtadillas, cocinaba a horas fuera del ayuno en Ramadán.
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Despertar por el olor es una experiencia mucho más potente que despabilar por el sonido. Si bien el desvelo es sutil y paulatino es en mayor grado sensible y delicado el sentido del olfato.
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Recuerdo despertar con la tufarada a cigarrillo de mi ex. El miserable fumaba cuando yo dormía. ¡Qué dramático despabilo! Sobretodo porque ese humo venía cargado de otras sustancias que impedirían su sueño y, por ende, el mío por días. ¡Qué pesadilla fue mi realidad! La peste de la comida trajo consigo este recuerdo que pensé erradicado de mente y alma.
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¡Conmigo no podrán! Ahora que vivo en Canadá, nadie me despertará con ningún olor ni a humo ni a comida, ni a subida ni a caída. A la mierda la cultura y sus diferencias, hay deberes, derechos, reglas y leyes que me amparan en este país y en esta casa, carajo. Así que saco el contrato firmado donde constan las reglas y dentro de ellas, “cocinar hasta no más de las 10 pm”. Me paro en seco a pesar de sus súplicas. “No hay chance”, aseguro. “Cocina a las horas y come cuando quieras”, sentencio. No doy paso a discusión. Y así, el segundo infierno para.
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La Bully intenta iniciar una tercera condena y aturdirme haciendo bulla por la noche en la cocina. Ha convocado a su junta entre los inquilinos, dos pendejos con quienes arma escándalo, son risas y burlas dedicadas a mí. Preparo mi estrategia y a la noche siguiente traigo a mi invitado, un gorila latino que irrumpe intimidante en la cocina cuando La Bully se propone repetir la hazaña. Él se presenta como mi amigo, clava su intensa mirada y con un fuerte apretón de manos deja en claro a los peleles, qué pasará si continúan su festín. Nos sentamos los dos a compartir el espacio. La Bully y los pendejos se marchan luego de unos pocos minutos y hasta ahora no osan repetir su hazaña. Invito a mi amigo de vez en cuando para asegurar mi inquebrantable posición.
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Poco tiempo después, La Bully empieza a dar de alaridos. Primero creo que es un mal canto, pero sus bramidos no responden a melodía alguna. Son imitaciones de toscos pájaros, de algún raro felino en celo o de reptiles enjaulados a oscuras reclamando luz. Es un ruido esporádico y fortuito que desaparece justo a tiempo para poner en duda si ha sido fruto de la imaginación. Al repetirse, noto que proviene de su cuarto. Después de emitirlo, ella se ausenta por horas hasta que cae la noche, cuando la casa está en retirada. Quizás, por verguenza.
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Esto se repite por días hasta que alguien denuncia en el chat los sonidos terribles. Y entonces, alguien más contesta diciendo a modo de chiste que hay un koala mostruoso viviendo de polizonte en algún cuarto secreto de la propiedad. Otro inquilino se lleva tal susto al escucharlo que interrumpe su reunión virtual para averiguar a quién han asesinado. Propongo, sin decir nombres, que desahogue en el jardín así no molesta a nadie. Todos asienten. Incluso La Bully parece aliviada.
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Hoy, de cuando en vez, el estruendoso alboroto se escucha lejano. Ha pasado de un tono monstruoso a uno cómico. La Bully al fin, reposa sus amenazas en un jocoso estallido del síndrome de Tourette. La mexicana comenta burlona con un emoticón sonriente los chistes en el chat. El flaco aún guarda silencio.
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El ladrón de alimentos sigue haciendo de las suyas. Nadie quiere pagar por la cámara y menos invertir su tiempo en el software en busca de su identidad.
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A mí, todo esto, me tiene sin cuidado.