Nadie mira la gaviota en cámara lenta
Llevo varios meses conduciendo en Toronto. Aterricé aquí cuando el verano moría. Lo que he dejado atrás todavía no lo puedo medir. Lo que está en el futuro tampoco. Nada es más cierto para un migrante que aquello de que la teoría es muy diferente a la práctica.
Mis pasajeros, como miles cada día, llegan a mi gracias a una aplicación. Toronto es mi escenario usual –a veces los viajes me llevan mucho más allá de sus límites- y con el paso de los meses he tenido clientes que me han dado, queriéndolo o no, fructíferas jornadas. Algunos interactuando conmigo y otros hablando entre ellos o por teléfono con una libertad y ausencia de filtro tan elocuentes que me he sentido un ser invisible.
Esta es una mega ciudad. Eso no es novedad. Y tienes que ser un famoso artista, o un alcalde atribulado para “existir”. Esto tampoco. Me encantaría tener la libertad de alumbrar mediante un relato mío la vida de tantas personas que he conocido. Si pudiera, usaría sus nombres completos, fotos de sus caras, fotos de las puertas y ventanas de sus casas. Lo haría para que sean reconocidos por otros miles, además de sus vecinos. Es increíble que la grandeza de una metrópoli sea también la suma de gente y momentos que pasan desapercibidos. Una suma de ceros que da como resultado un número grandioso. A veces las hojas que el viento levanta consiguen más atención que tantos seres interesantes de por aquí.
Pero aclaremos algo, no me interesa ser “la voz de los que no tienen voz”. Lo que dije antes es una de mis interpretaciones de lo que observo desde el volante. La única voz que me interesa es la mía haciendo un esfuerzo para que sea lo más honesta posible.
En la mañana, ya listo en mi auto, enciendo la aplicación y miro el mapa de la ciudad. Cada cliente me acerca al siguiente, o sea, cada viaje es una consecuencia directa del anterior. Digamos, llevar a J a su trabajo será el paso previo a conocer a G y su perra L en el siguiente servicio. O transportar a X hacia su escuela podría acercarme irremediablemente al cuchillero del TTC.
Usualmente acepto la primera notificación. Pero he aprendido a jugar y otras veces espero a la segunda. Y aunque nunca sabré lo que me perdí por dejar pasar la primera llamada, esa decisión cambiará radicalmente mi día y hay mañanas en que necesito esa falsa sensación de control sobre mi destino. Me recuerda a la película Sliding Doors, con Gwyneth Paltrow y John Hannah.
Por lo pronto, no es una exageración decir que lo mejor de Toronto es su gente. Llevo exactamente setecientos treinta y tres viajes y solamente tuve cuatro experiencias antipáticas. Todas relacionadas a las drogas o al alcohol. Una de ellas hace llorar de la risa a mi esposa cuando la cuento y seguramente aparecerán en mis páginas futuras. Nunca he sido agredido, ni mucho menos. Y en los viajes restantes he disfrutado de al menos cien conversaciones profundas y cargadas de significados. Y cientos de expresiones de bienvenida, de apoyo, consejos muy útiles, y hasta generosas propinas que me conmueven especialmente pues hacer plata acá es un trabajo duro.
Rara vez he hablado con un pasajero mirándolo a los ojos. Obviamente, yo voy conduciendo y ellos viajan atrás. Los miro parcialmente por mi retrovisor cuando la luz me lo permite. Es un poco como la Alegoría de la Caverna. Y claro, ellos no viajan encadenados, pero me formo una idea parcial de su realidad. Yo nunca empiezo las charlas. No sé cómo hacerlo. Sin embargo, cuando ellos me hablan, me complazco pues estoy urgido por aprender todo lo que pueda de mi nuevo mundo.
Ayer conduje por Danforth hacia Bloor. Ya voy entendiendo la lógica de esta ciudad y su relación con el río Don al que le han tenido que cruzar con varios viaductos para acercar los territorios. Bajo ese enorme puente más que verlo, se intuye el río, como lo diría el escritor argentino Mempo Giardinelli. El invierno se resiste a ser el monstruo cruel del que me habían advertido tantas personas que de Canadá solo tienen para reclamarle el frío. El sol alumbraba en un día cristalino y la temperatura llegó a los 8 centígrados, algo que no está nada mal para mediados de febrero. Un par de kilómetros después, sin mucho tráfico, no recuerdo por qué llegué a la esquina de Grange y McCaul. Ahí, en una plazoleta esquinera una mujer algo robusta vestida de negro y con largo cabello rojo que salía bajo una gorra con orejeras, bailaba agitando los brazos como una gaviota en cámara lenta. Dos tipos pasaron caminando, el más viejo soltaba vapor por la boca. No la miraron. Al rato un ciclista cargando su mochila y con gafas oscuras también la ignoró. Ella levantaba la cabeza hacia la luz alejándose y acercándose a un árbol deshojado con ágiles pasos. No se si la alegre bailarina esperaba un público atento. Supongo que sí. Creo que una de las razones por la cual los seres humanos nos inventamos a los dioses fue para sentirnos observados por alguien. Somos el único animal que necesita una audiencia.
Mientras la miraba desde mi singular butaca recibí la notificación tan esperada. A los tres minutos ayudaba a una nerviosa jovencita con nombre de flor a cargar sus maletas en mi auto. Al poco rato ambos coincidimos en que ella vivía el peor San Valentín de la historia. Sobre esto escribiré en el próximo episodio.
Hasta pronto.