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Un Valentín de hielo azul en la 363

Es un 14 de febrero de cielo azul helado en Vancouver. El sol apenas calienta o quizás no calienta nada y yo quiero creer que sí. A lo mejor en mí es solo un triste placebo. Nada que ver con el sol del sur. Es San Valentín y yo aquí hablando del frío y del hielo. Quizás estoy corta de vitamina D. Eso más que seguro, ahora que vivo en un garage. Este garaje es mi cueva y es mejor que cualquier habitación del subsuelo de la casa 363.

La crisis habitacional de las grandes ciudades del Canadá, en especial en Toronto y Vancouver, hace casi imposible adquirir una vivienda. Todas son caras, carísimas, impagables, prohibitivas, ruinosas; así que la gran mayoría de la población renta sus moradas.

En Vancouver, un porcentaje alto de viviendas pertenece a la población china. Ellos las adquirieron sin ningún reparo, generaciones atrás y son ellos quienes las han adaptadado para su arriendo. Casas como la mía conciben dormitorios en todos sus rincones. Los subsuelos cuentan, en general, con un mayor número de habitaciones que los pisos superiores y se arriendan a estudiantes y a migrantes en porcentajes considerables, o a quienes no contamos con dinero suficiente para pagar un departamento. A mí me gusta habitar en pisos altos, necesito luz, naturaleza y vitamina D.

La 363 ofrece una alternativa muy apetecible: es barata y bien ubicada (está en un prestigioso barrio cerca a un magnífico parque y al centro); es cómoda (la cocina es amplia y los dos baños ofrecen una ducha generosa y caliente). Recibe poco mantenimiento pero continúa en buen estado. Además, tiene un bello jardín. Cuando llegué en el 2021 alquilé una habitación pequeñita (una de las más baratas, apenas $750 dólares canadienses) en el piso principal. La luz entra por la ventana, magnífica. He subarrendado esa habitación por unos meses y vivo por el momento en el garage, en la cuevita.

Este espacio fue adaptado por un amigo de la administradora de la casa. Ella, una hindú a quién nadie conoce, él, un carpintero marroquí diestro en su oficio que lo aisló del clima, no totalmente pero sí para hacer del anexo vivible. Falta recubrir el suelo, aislarlo del frío. Está helado este 14 de febrero.

Me gusta vivir aquí. Es “el lado b” de la casa, el único lugar que tiene privacidad porque está lejos y no se escucha nada y nadie te escucha a ti. Tiene personalidad propia, con identidad del asia y de latinoamérica ahora. Un poster de Ganesh, una cobija otavaleña. Una cocineta, una tetera, un hornito, un refrigerador. Un lavabo con toma de agua desde el jardín. Huele un poco a curri y a canela.  

La casa 363 alberga a doce personas. Cinco en el piso superior, seis en el inferior y a mí, del lado b. No estoy muy segura de que alquilarlo sea legal porque carece de un cuarto de baño pero es algo que lo mantenemos entre nosotros, los inquilinos de la 363. A pesar de ser una casa multitudinaria, multilingue, multicultural (a veces esas diferencias resultan una pesadilla), y de que no todos nos llevamos bien, rige un código ético en el grupo. Es el mismo acuerdo que hace sentir bienvenidos a los visitantes que escabullimos a nuestros dormitorios. En ocasiones, los huéspedes se quedan como parásitos, viviendo aquí por varios días, incluso semanas, hasta cuando las sonrisas se vuelven muecas y bajan en modo de pena o vergüenza o de algún sentimiento bajo como el suelo frío de mi garage. Pero nadie los reporta.​ El código dice que somos migrantes, que la familia y los amigos son primero y que todos son bienvenidos. El código también impide reportar la ocupación del garage. Y aunque haya un gentío y a veces debamos esperar el turno para tomar una ducha o ir a cagar, lo hacemos pacientemente.

La convivencia es posible gracias a que casi todos tenemos jornadas diferentes. Unos estudian o trabajan por la mañana, otros en la tarde o noche. Los fines de semana nos encontramos, la mayoría, en algún momento en la cocina. Fue en uno de esos domingos cuando conocí a Oliver. Mis niveles de magnesio y de vitamina D deben haber estado altos porque era verano y hacía un sol intenso aún a las 9 de la noche. Estábamos como alterados todos en el verano 2021, especialmente  Oliver lo estaba y yo, receptiva. Era un verano de encierro y en esta casa multitudinaria estábamos un poco paranóicos unos de otros.

Pero no Oliver. Yo salía de la ducha y el se acercó perdiendo la distancia a olerme el pelo. Este atrevido niño brasilero, diez años menor que yo, quién se cree, pensé. Él rió juguetón al ver mi sorpresa. En fin, el tiempo fue pasando, el susto fue disminuyendo. Después me dejaba oler alimentando su juego. Su torso bien formado empezó a tostarse con el sol caliente. Paseaba sus músculos desnudos por toda la casa, buscando hambriento las miradas jugosas al saberse dueño de un cuerpo que a Da Vinci le hubiese gustado dibujar. 

El niño se fue acercando, perdiendo el poco miedo, y la prudencia. Yo no me dejé llevar y cuando al fin se cansó de insistir, Oliver trajo a una novia que vino por las noches a llenar la casa de gritos. Tiempo después, arrendaron un departamento y se marcharon.

La casa 363 tiene el tiempo contado. Mi barrio, al igual que toda la ciudad, se transforma con urgencia. Cada pocos meses tumban estas pintorescas residencias para edificar enormes, monumentales proyectos habitacionales que elevan la escasa oferta en esta insaciable urbe.

¿Dónde quedarán las historias de esta casa, las vidas pasadas por estas paredes falsas, los suelos fríos, los vasos rotos, las camas por hacer, la lavadora de ropa, los tres refris, la basura sin sacar? ¿A dónde iremos cada uno? ¿Encontraremos un lado B en estos edificios? Yo lo dudo. Mejor apurar la paga, la residencia permanente, pagar las deudas.

Quizás en ese verano, más que la Vitamina D fue la bilirrubina lo que me había subido. Hoy, 14 de febrero con este hielo azul revivo añorante la promesa del verano.

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